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martes, 24 de marzo de 2015

San Clemente, (1982) Raymond Depardon


El dolor del que filma es un estado difícil de transmitir si no es la realidad misma el objeto de la filmación. Con San Clemente, Raymond Depardon nos acerca su dolor a partir del dolor de un encuadre,  del dolor de un claustro, del dolor de un silencio. Un dolor al que no se le hace caso, que se omite en cada corte y se revela auténtico en cuanto Depardon aguanta el plano. La propuesta de San Clemente reside en su fuerza para proyectar mucho más allá de las paredes bajo las que se encuentra atrapada aquella clínica que desapareció poco después del rodaje.

La conquista del espacio fílmico que supone la clínica, le cuesta al cineasta un duro esfuerzo de conocimiento del espacio y la realidad que está filmando, ya que durante el proceso, a él se le muestra como insostenible, como cruel e injusta. El dolor de Depardon toma toda posición en la narración del film a partir de sus silencios, de su encuadre y su montaje. Los largos plano secuencia que se suceden entre pasillos, patios, habitaciones y enfermerías, son una decisión estética, moral y formal determinada por la realidad a la que Depardon hace frente y que le es revelada al mismo tiempo que filma.

La película aborda la situación de una clínica sanitaria para personas con problemas mentales, dejando en entredicho las relaciones que se establecen entre los enfermos, los médicos y los familiares de los enfermos. A partir del retrato de estos tres grupos de personas, el film alcanza preguntas de carácter social como: “¿qué hacemos realmente para ayudar a los enfermos y reinsertarlos en la sociedad? ¿pueden ser útiles? ¿qué clase de soluciones propone el estado?”; u otras preguntas de carácter más personal como ¿la cámara influencia en el comportamiento de las personas, sean enfermos, familiares o médicos?. Todas estas preguntas parecen a atacar a Raymond Depardon a cada plano.

El voyeurisme de Depardon precede de una manera de hacer del direct cinema. El director francés, de la escuela de cineastas como Richard Leacock, plantea un estilo de narrar asociado a la conquista de una mayor inmediatez y autenticidad documental. El germen es el direct cinema, en el que la cámara es invisible y el director no hace acto de presencia, pero pronto esta característica del cine directo se difumina por la interpelación de los personajes al cámara (el propio Depardon) y a la sonidista (Sophie Ristelhueber).

Las apariciones del equipo técnico del film derivan en un cine observacional en que la situación está por encima de la acción. No hay una intervención directa de Depardon sobre los personajes del modo en que Jean Rouch intercede en Chronique d’un été (1961).

Algo de mágico hay en los espacios que filma Depardon. Los largos planos secuencia son tiempos de espera en los que la duda, la incredulidad y el dolor van emergiendo en las imágenes. En algunos momentos parece que el cineasta toma partido en lo que sucede y se coloca en el punto de vista de uno u otro personaje, como la secuencia en que asistimos a la cita de un enfermo con su doctor y su madre. A mi parecer, esta secuencia funciona como núcleo del discurso que Depardon configura a partir del montaje. Los tres grupos de personas retratados en la película convergen y Depardon se mueve por un espacio, que ya ha dominado, obteniendo el punto de vista de cada uno de los personajes a partir del suyo propio. El método de observación prolongada que emplea Depardon cristaliza aquí en una especie de “tesis” sobre el ser humano profundamente trágica y determinista. 

San Clemente va de la mano a un tipo de cine realizado por Frederick Wiseman en películas como Hospital (1970), en el que retrato y crítica a la institución van de la mano, en el que se antepone la vulnerabilidad del ser humano delante del sistema. Depardon filma en San Clemente la poca mutabilidad de la sociedad moderna.

 El hecho de ser un retrato conjunto de personajes, y no un único retrato, ayuda a fabricar una idea sociológica por la cual, una persona se ve influenciada por su entorno hasta tal punto de adoptar comportamientos que no eran propios, hasta verlos reflejados en el resto de personas de su entorno. Como bien se expresa en el film: “En un manicomio no se mejora, se empeora”.

Si nos alejamos del documental, el cine de ficción también ha tratado de acercarse a una realidad similar a la de San Clemente a partir de otros imaginarios y otras maneras de hacer. Luís Buñuel configuró en Él (1952) el dolor y germen de la locura en prejuicios sociales. El retrato de personajes y espacio representado en San Clemente no está muy alejado de los seres y el circo presentados por Tod Browning en Freaks (1932). Y por último, la temporalidad suspendida, la espera, alrededor de un espacio de San Clemente, salvando las distancias, no está muy allá de lo perpetrado por Alain Resnais en el mágico hotel de L’annèe dernière à Marienbad (1961).

Raymond Depardon maneja la realidad y a partir de ella genera el dolor que es capaz de montar en los 90 minutos de San Clemente. Mientras que los films de ficción anteriormente citados, parten del dolor para crear una realidad, la que nace de las pantallas.