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sábado, 20 de abril de 2013

Érase una vez en Anatolia: el vacío existencial




Desde los primeros minutos de Érase una vez en Anatolia nos adentramos en los infinitos campos de la misma zona de Anatolia, siendo partícipes de la investigación que llevan a cargo agentes de policía, un fiscal y un doctor que junto el culpable van a tratar de encontrar un cadáver: debajo un árbol de copa redonda según asegura el asesino. No es para nada una primera parte fácil, ya que Nuri Bilge Ceylan nos introduce desde el inicio en un lugar donde aparentemente no pasa nada, de manera contemplativa al máximo y donde difícilmente encontramos diálogos esclarecedores de la trama principal. Durante más de una hora diambulamos en una especie de road movie y sin aparente sentido, por toda Anatolia.



El tiempo parece anticipar una tormenta en todo momento, con fuertes vientos que sin duda recuerdan a los de El Espejo (1975) de Andrei Tarkovsky. No es únicamente el tiempo climático el que se extrema en cada minuto, sino que este tempo contemplativo expuesto por Ceylan es extraordinariamente radical. La investigación prosigue, cada vez nos paramos en una colina diferente, esperando nuevos resultados que para nada encontraremos  pero que poco a poco nos entrañan en la psicología de los personajes como si de la corteza de un árbol se tratara y que a la vez, sirven a Ceylan para indagar lentamente en la sociedad turca. No son pocos los temas que pone sobre la mesa el director turco pero sin lugar a dudas lo que más fascina de la obra, es este tono decadente y apocalíptico que en todo momento nos encontramos en casi toda la primera hora de metraje.

Encontramos varios planos y escenas preciosas, que, con la intervención de elementos naturales como el viento en hojas y hierbajos, los rayos en el cielo o la lluvia dotan la obra de una poética especial. Este uso del tiempo meteorológico y los elementos más naturales ven su punto álgido en una secuencia que nos presenta el bello deslizamiento de una manzana a través del campo y un riachuelo. La película, que transcurre mayoritariamente de noche, está fotografiada a la perfección (como era de esperar sabiendo los dotes fotográficos del propio Ceylan), donde los faros de los tres coches sirven otra vez al director para dotar de onirismo a los paisajes de la película. Al mismo tiempo, el estilo que toma Ceylan en la dirección no es nada nuevo en su cine y remite claramente otra vez a Tarkovsky. No es casualidad la presencia del director ruso en la obra de Ceylan si tenemos en cuenta que en su aclamada Uzak (2002) incluyó fragmentos de Stalker (1979).
 

Después de aproximadamente una primera hora y media que en mi opinión es excelente, llegamos a la ciudad después de haber encontrado el cadáver. Con anterioridad hemos dejado de viajar en ciertos momentos, ya sea para descansar en una larga escena en un pueblo o para desenterrar el cuerpo, pero se ha mantenido una lírica continua entre el paisaje seco de la región y sus personajes. Si poco a poco nos habíamos encontrado con una adentración en la psicología de los protagonistas, en la ciudad se produce un cambio total respecto lo anterior: los personajes predominan sobre su entorno por primera vez des del inicio. Es aquí donde quizás el pulso de Ceylan durante toda la película flojea y pierde esa fuerza que tenían sus imágenes. Es cierto que en la larga escena en el pueblo se plantea ya un gran trasfondo psicológico que sigue con el desentierro pero en ambos momentos la obra consigue mantenerse en pie.

Finalmente la obra se adentra, de la misma forma que nos adentramos con la autopsia dentro del cadáver o dentro de la corteza de un árbol, en un terreno desconocido e incierto que no ayuda para nada a la conclusión de la película. Si bien la disección funciona en la mayoría del metraje, la totalidad de la obra parece flojear en el ritmo que había conseguido mantener durante 2 horas. Quizás sea mi inexperiencia hacia el cine de Ceylan, o quizás sea la falta real de una estructura complaciente y clarificadora. No obstante, de lo que estoy seguro es que lo que consigue el director turco en su obra es hacerme sentir que, en algún lugar remoto como Anatolia, el cine sigue vivo.

Mi puntuación: 6,35/10.

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